miércoles, 30 de noviembre de 2011

Una muerte

Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera vez, en el «Sunday Times», cómo murió lakov, el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial, compartía su alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió. Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se uso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la humillación. Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de los ingleses, quedó colgando de las alambradas.

Milan Kundera,

La insoportable levedad del ser

jueves, 24 de noviembre de 2011

Cosas de genios

Proust y Joyce, los dos grandes precursores y los modificadores del centro de gravedad, no tenían lugar uno para el otro en la Weltanschauung que, sin quererlo, compartían. Se conocieron en París el 18 de mayo de 1922, después de la primera noche de Renard de Stravinsky, en una recepción ofrecida a Diaghilev y la compañía y a la que asistió Pablo Picasso, compositor y diseñador del mismo Diaghilev. Proust, que ya había insultado a Stravinsky, irreflexivamente llevó a Joyce a su casa en un taxi. El irlandés, borracho, le aseguró que no había leído ni una sílaba de sus obras y Proust, irritado, retribuyó el cumplido antes de llegar al Ritz, donde le servían la cena a cualquier hora de la noche.
Paul Johnson,
Tiempos modernos